Martes, 23 de octubre de 2012

ESTADO, SOBERANÍA Y GLOBALIZACIÓN

            Estado y soberanía, son conceptos dinámicos clave, puesto que surgen y evolucionan en estrecha vinculación con las diferentes transformaciones históricas acaecidas en el Occidente Europeo, configuran el paradigma del orden político en nuestra pre-modernidad y permiten entender la compleja realidad política actual, puesto que la soberanía da sentido teórico a la articulación de las estructuras de organización política y legitiman la acción del estado. La definición de la Real Academia Española de los tres conceptos que vamos a tratar es clarificadora:
Estado: “Conjunto de órganos de gobierno de un país soberano”
Soberanía: “cualidad de soberano//autoridad suprema del poder público//alteza o excelencia no superada en cualquier orden inmaterial”
Globalización: “tendencia de los mercados y de las empresas a extenderse, alcanzando una dimensión mundial que sobrepasa las fronteras nacionales”.
            En consecuencia la existencia del Estado requiere de la presencia de la soberanía, pero es necesario retrotraerse en el tiempo para discernir tal vinculación. A finales de la Edad Media los reyes franceses derrocan al imperio, al papado y a los señores feudales, es decir, se asiste al tránsito de las sociedades del Medievo al nuevo modelo monárquico primigenio o protoestado. Este cambio responde a la necesidad de efectividad ante el deterioro de la funcionalidad de la organización política y la estructura organizativa del estado territorial feudal, fragmentado y personalista, que es incapaz de responder a nuevas exigencias geopolíticas, de territorios que se amplían y de población que se incrementa. Por tanto, el origen del estado, como elemento aglutinador y regulador, está vinculado a la necesidad de aportar una estructura política que organice los intereses de la sociedad.
            Este nuevo ente abstracto llamado  estado, necesita de legitimidad política que le permita ejercer el poder como autoridad legal y obtener la obediencia de los súbditos. Legitimidad que viene abalada por la noción de soberanía, convirtiéndose esta idea, abstracta y genérica, en el concepto más importante ligado a la aparición del estado. Pero como hemos comentado anteriormente, estos dos constructos son dinámicos, de manera que el estado como representación o expresión de la soberanía no ha tenido siempre la misma naturaleza, modificándose y evolucionando hasta nuestros días para adaptarse a las nuevas realidades.
            Encontramos tres prototipos de suministrar fuerza al poder soberano del estado desde sus inicios: el modelo que abarca desde el nacimiento del estado hasta las Revoluciones Liberales, el modelo que abarca desde éstas hasta buena parte del siglo XX, y un último modelo que se extiende desde  los primeros intentos de globalización tras la Primera Guerra Mundial hasta nuestros días. Tres prototipos que reflejan el dinamismo y capacidad de adaptación de estos constructos que venimos analizando, ante los grandes cambios producidos en la humanidad.
            En el primer modelo, que abarca un amplio periodo de sagas monárquicas europeas, estado y soberanía están ligados a la fuerza de la persona que encarna esas monarquías, es decir, del monarca. Para entender este vínculo debemos remitirnos a Juan Bodino (1529-1596), intelectual francés, cuya aportación a la teoría del Estado, particularmente mediante la concreción de soberanía, supuso asentar las bases sobre las que descansaría la monarquía, enlazando estado y poder soberano. Es importante aclarar que el trabajo de Bodin, como el de cualquier pensador, está conectado con su contexto histórico y es por ello que sus teorías están ancladas en la tradición teológica y religiosa del siglo XVI, en el marco de las guerras de religión entre calvinistas y católicos franceses.
Bodino, en su obra “Los seis libros de la Republica” (1576) expresa la nueva forma de poder concentrado de los entes estatales y paraestatales, en la definición de soberanía “es el poder absoluto y perpetuo de la república”. Además establece dos cuestiones básicas: la primera, es la limitación de la soberanía, que pese a ser un poder absoluto y perpetuo no es omnímodo, limitándose por la ley natural de Dios, en consecuencia el rey es rey por la gracia de Dios y solo ante él responde. La segunda, es la diferenciación entre soberanía y las diferentes formas de gobierno, discerniendo entre soberanía como sustancia energética que da consistencia al estado y las formas de gobierno como articulación de la soberanía.
Casi un siglo después, Thomas Hobbes (1588-1679), filósofo inglés, avanza en la conceptualización de soberanía y estado, en un momento histórico de gran división política entre monárquicos que defendían que la soberanía residía en la monarquía absoluta al provenir de Dios y parlamentarios que afirmaban que la soberanía debía compartirse entre el rey y el pueblo. Hobbes en su obra “El Leviatán” (1651) primer texto de la tradición contractualista, que examina la naturaleza, origen y justificación del poder político, proyecta no el concepto moderno de república como ausencia de monarquía, sino como un poder organizado que regenta lo público a partir de la suma de voluntades individuales libres. Mantiene que el estado es soberano porque la soberanía reside en cada miembro de la comunidad, que libremente mediante contrato o pacto social voluntario, renuncia a la propia libertad y al propio poder para transferirlo a una entidad depositaria, que genera una nueva soberanía compleja, garantizando de esta forma, la seguridad individual ante los conflictos entre intereses particulares. Una soberanía no limitada por la ley divina como defendía Bodino, sino una soberanía sin limitaciones de poder, quizá, como el monstruo bíblico judío-cristiano que da título a su obra y que bien podría ser la metáfora de lo que representarían las monarquías absolutas. Es importante añadir para quienes consideran que Hobbes justificó la existencia del autoritarismo estatal, que alegó su eliminación al establecer que los individuos pueden rebelarse contra el soberano cuando éste no cumpla su parte del contrato social.
            En el segundo modelo, que supone un periodo convulso con profundos cambios políticos, las Revoluciones Liberales de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX marcan la aniquilación del Antiguo Régimen y el origen del estado moderno, es por ello que su análisis nos permite entender la naturaleza y evolución de nuestra realidad. Y es que, la idea de estado y soberanía sufre una transformación radical, ya que la fuerza soberana depositada en la época absolutista en la figura del monarca, pasa al pueblo, constituido en ciudadanía que ostenta la soberanía popular expresada en estados liberales. El pacto que da lugar a la soberanía en Bodino o incluso en Hobbes, difiere radicalmente del pacto que los ciudadanos franceses reunidos en asamblea nacional consensuan al ceder su soberanía no a un individuo, sino a un ente político.
Jean Jacques Rousseau (1712-1778), escritor, filósofo y músico, mantiene que la soberanía reside en la colectividad o en el pueblo, una soberanía popular (sufragio universal) que enajena su poder en favor de la autoridad, dando forma a la idea de ciudadano como el habitante libre e igual, con derechos políticos que interviene, ejerciéndolos en el gobierno del país, al ser soberano y súbdito al mismo tiempo. Todo individuo es libre e igual, puesto que no obedece o es mandado por otro individuo, sino por la voluntad general que posee el poder soberano, concepto que influirá en la Revolución francesa y en la aparición de la democracia moderna.
Emmanuel Joseph Sieyès (1748-1836), político, eclesiástico, ensayista, académico francés, y teórico de las constituciones de la Revolución francesa y de la era napoleónica, defiende el concepto de soberanía nacional (sufragio censitario), sentando un precedente para la transformación de un estado liberal, basado en el individuo, hacia un estado social y de derecho, previo al actual estado social y democrático de derecho. Sieyès en su panfleto “Que es el Tercer Estado” y como colaborador en la redacción de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, defiende que “toda soberanía reside esencialmente en la nación” y no en el pueblo, concibiendo la soberanía nacional como indivisible e inalienable, no pudiendo ser confundida con los individuos libres e iguales que la conforman. En consecuencia los parlamentarios son representantes y no mandatarios, los primeros gozan de autonomía ejerciendo su cargo con responsabilidad y objetividad al legislar, mientras que los segundos deben cumplir el mandato encomendado.
            Todo lo anteriormente analizado podríamos resumirlo muy escuetamente remarcando que estado y soberanía tras el Medievo, son dos constructos teóricos esenciales para la denominación, sostenimiento identitario y desarrollo político de un país o nación, porque establecen el objeto de poder y justifican la autoridad en el ejercicio de éste a un ente político que, en base a los diferentes acontecimientos históricos ha ido cambiado, y en consecuencia el cambio de ente ha requerido de la evolución en la conceptualización de estos constructos, o incluso esta evolución en la idea de estado y soberanía ha provocado el cambio de ente político.
            En el tercer modelo, que abarca desde los primeros intentos de globalización hasta nuestros días, asistimos a la crisis del concepto estado, como forma de organización de las comunidades políticas, y del concepto soberanía, como el derecho de una institución política o estado de ejercer su poder, además de cuestionar la idea de orden internacional.
Luigi Ferrajoli (1940), jurista italiano en “Más allá de la soberanía y la ciudadanía, un constitucionalismo global” defiende que la grave crisis que representa la globalización, por cuanto los países dependen unos de otros, no provocará como en épocas anteriores de transformación, una evolución en las ideas de soberanía y ciudadanía para adaptarse a nuevas realidades, sino que supone el cambio de paradigma en el derecho internacional y en la estructura de los derechos de los estados y ello viene justificado por las siguientes reflexiones.
Antes de la globalización es importante resaltar que con la formación de estados democráticos y constitucionales, los constructos estado y soberanía entendidos por Bodin,  sufren un cambio radical en su naturaleza. La división de poderes, el principio de legalidad y la sujeción a la constitución y a los derechos fundamentales diluyen el concepto de soberanía clásica, generando una relación de dos sujetos con soberanía limitada, el estado y el ciudadano, situación que no se produce en la relación de dos estados.
Bien es cierto que, hasta ahora no hemos mencionado la doble vertiente de la soberanía, soberanía interna y soberanía externa, porque no existía en los dos primeros modelos analizados, problemas o conflictos entre ambas vertientes. Sin embargo esta situación cambia tras las Revoluciones Liberales, porque los estados modernos han seguido dos líneas de desarrollo opuestas, la negación y la afirmación del estado natural. Negación y oposición al estado natural del hombre salvaje que genera desigualdad y dominación, y afirmación de la sociedad salvaje entre los estados soberanos por la posibilidad de guerra. De tal forma, que los estados han procurado que la soberanía interna, es decir, la relación entre el estado y sus súbditos, funcione bajo parámetros de equidad y justicia para salvaguardar los derechos de sus ciudadanos, mientras que la soberanía externa, es decir, la relación entre el estado y otros estados, no ha sido en muchos casos, regulada bajo el mismo prisma.
En consecuencia los estados, basan su soberanía interna en la sujeción de todos los poderes públicos al estado de derecho y a la representación popular, de forma que cuanto más limita el estado su soberanía interna y gana en legitimidad, más absoluta y legitima se vuelve su soberanía externa con la plena ausencia de límites legales, que han permitido que prevalezca la voluntad del más fuerte (conquistas, expansiones territoriales, colonizaciones…).
El frágil equilibrio de la nueva soberanía interna y la externa es juzgada tras los grandes dramas humanitarios del siglo XX, las Guerras Mundiales, donde los estados consideran necesario la creación de instituciones y órganos supranacionales que ejerzan control, orden y limitación a la soberanía externa de los estados. En base a lograr la subordinación voluntaria de los estados y anular esa ley natural de las soberanías externas, surge la Carta de las Naciones Unidas (1945) y la declaración Universal de Derechos del Hombre (1948). Son dos documentos que van a transformar el orden jurídico mundial transformando el derecho internacional radicalmente, ya que pasa de ser un sistema contractual entre estados soberanos a un verdadero orden jurídico de carácter supraestatal. Con la aceptación de estos dos documentos, los estados desde ese momento, quedan sujetos legalmente al imperativo de la paz y al mantenimiento de los derechos humanos, es decir pierden o ceden su soberanía externa en beneficio de la paz perpetua como mencionaba Immanuel Kant, rechazan su derecho a hacer la guerra Ius ad bellum y aceptan los derechos humanos no solo como constitucionales (soberanía interna) sino como limites al ejercicio externo de su soberanía.
            De tal forma que los estados pierden voluntariamente autonomía, pierden soberanía interna y externa para obrar dentro y fuera de su territorio, distorsionando el panorama establecido a lo largo de siglos, con la finalidad de una convivencia pacífica y llegar así a una especie de ciudadanía universal, concebida como una amalgama de ciudadanos miembros de su comunidad estatal y miembros de una soberanía global que los convierte en ciudadanos de un único estado. Sin embargo la creación de una ciudadanía universal supone un gran reto, quizá incluso un reto utópico, ya que la soberanía interna es fácilmente limitable, mientras que la externa carece de ese poder que coordine las diferentes soberanías nacionales discordantes.
Cuestiones como la masiva inmigración  en los últimos tiempos, han puesto a prueba ese intento de ciudadanía universal basada en los derechos humanos que declara a todos los hombres como iguales, ya que la ciudadanía se ha convertido en un prerrequisito de entrada, de permanencia y de disfrute de derechos, se ha convertido por tanto en un factor de exclusión y discriminación en el orden interno de cada estado. Actualmente prevalece la acción restrictiva, con leyes de inmigración cada vez más duras, que destruyen el diseño universalista de Naciones Unidas y que deforman el concepto de estado democrático de derecho al limitar la igualdad a los individuos nacionales. Según Ferrajoli “la antinomia entre universalidad de los derechos y la ciudadanía, solo se resolverá mediante la superación de la ciudadanía y la desnacionalización de los derechos humanos”, puesto que una ciudadanía universal requiere de la extensión de derechos y no de su restricción.
            Por último es necesario hablar de la Unión Europea, fruto del intento de fusión de naciones para formar un único estado, como elemento atacante a los constructos estado y soberanía. Si bien todos los estados pertenecientes han aceptado la pérdida de entidad política propia diluyendo el contenido de estos constructos, también han visto mermada su capacidad de acción al tener que someterse a un ente supraestatal en un periodo muy convulso como es la gran crisis del siglo XXI que estamos sufriendo y donde cada territorio requiere de diferentes medidas. Esta anulación en la toma de decisiones concernientes al propio estado en materias reservadas tradicionalmente a su poder soberano debilita la autoridad de las constituciones nacionales. Y es que uno de los graves problemas de la Unión Europa proviene de ese intento, fallido, produciendo una unión monetaria pero no política, con una ausencia de constitución que garantice derechos y libertades y que fije los límites y las relaciones igualitarias entre todos los estados miembros. De tal manera está configurada está inacabada Unión Europea que el actor político actúa sin Constitución, el Parlamento solo tiene funciones consultivas y de control, pero no legislativas, el Consejo de Ministros con funciones normativas libre del control parlamentario, la Comisión con funciones administrativas independientes del Consejo y la Corte de Justicia con competencias irrelevantes. No es necesario ahondar mucho más para comprender que la situación es insostenible y que es necesario promover esa unión política, donde esta unión no suponga la imposición de unos territorios sobre otros, un constitucionalismo global del que todos los países adheridos formen parte.

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